LA IGLESIA DEL PARAÍSO

 LIBRO

LA IGLESIA DEL PARAÍSO 

¿Cómo se vive dentro de una Secta?

¿Qué se siente?

¿Qué se piensa? 

¿Se puede Abandonar? 

"LA IGLESIA DEL PARAÍSO": SINOPSIS 

    Gabriela y Gastón son dos estudiantes de Psicología Social que para rendir un examen deben realizar una investigación en la comunidad sobre grupos religiosos. Eligen una iglesia que dice ser cristiana. Pero esa iglesia termina siendo un extraño culto que promete la salvación y el paraíso. Así, lo que prometía ser una simple investigación cambiará definitivamente sus vidas: reactivará sus conflictos, les traerá encuentros inesperados, traiciones virulentas y, al cabo, los pondrá de cara al mismo infierno.

A lo largo de la obra se revelará una insólita galería de personajes que, con sus esperanzas y miserias a cuestas, van en busca del mundo espectral que les han creado y empeñarán hasta sus vidas por el paraíso prometido. Se han convertido en cosas, en instrumentos al servicio de quien los manda. Renunciaron a toda responsabilidad moral y llevan implícito el dogma de la obediencia ciega.    

La obra, que ronda la investigación comprometida y la narrativa de suspenso, sitúa al lector en dos interrogantes ineludibles: ¿Hasta dónde llega la fragilidad de las instituciones? ¿Qué pasa con el hombre en tiempos de crisis, cuando no obtiene respuestas dentro de sí mismo ni en el contexto en donde se halla inmerso? 

 

COMENTARIO DE CÉSAR MÉLIS - PERIODISTA Y ESCRITOR 

     En esta novela,  una regla enunciada por el escritor Horacio Quiroga se cumple al pie de la letra: “Un relato es una emoción que vive, que puede y resucita la belleza”.

De esa misma resurrección surgen los personajes de "La Iglesia del Paraíso". Tal vez iluminados por esa extraña atmósfera que antecede a los grandes eclipses en donde las criaturas de ficción tienen estela propia.

Si existe un rasgo fundamental que nutre este libro y lo atraviesa con la intensidad típica de las novelas de suspenso es, precisamente, el tema de los vínculos; no sólo en el ámbito familiar o social; sino, y sobretodo, en las relaciones que cada uno de los personajes emprende en el círculo que le toca en suerte dentro de la comunidad o secta, y que tallan el futuro benévolo o el infierno que les depara el destino.

Las carencias afectivas, los escozores de la intuición, la búsqueda de la identidad, las ausencias, los silencios reveladores,  las tribulaciones de la fe, los secretos, las alianzas, las rupturas, el tema del desapego, la irrupción permanente a ese territorio perverso en donde el liderazgo se torna incuestionable, en donde el espíritu divino es el que premia o castiga indiscriminadamente; los exilios internos, externos, la mentira como bien de uso, los desencuentros, la fuerza de voluntad, el sometimiento, y la apropiación de bienes; en suma, las luces y las sombras que rodean las historias de Gabriela y de Gastón, los personajes de la novela, son los hilos que tejen este gran festín de palabras que es “La Iglesia del Paraíso”.

Y hay un símbolo para nada fortuito en el relato: en una de las puntas de ese ovillo con el que el escritor teje la anécdota está la investigación previa. Es decir, el acopio de datos y la propia experiencia. Y en la otra punta su gran bagaje de creatividad ficcional, típica de los narradores natos, de los verdaderos novelistas que tienden puentes allí donde todos paran en el desasosiego.

Esta novela es, en cierto modo, el territorio de un cielo anudado, donde los personajes luchan por encontrar el sol, su propio sol, su bujía incandescente. 

Para ello atraviesan días, noches, insomnios y certezas, espejos y sospechas, puentes y más puentes que los conducen a ese otro territorio íntimo, donde los fantasmas usufructúan rostros, voces y miedos.

Gabriel y Gastón, los personajes de la novela, acaso sean el ejemplo más preclaro de la misma moneda. Tal vez la esencia de La Iglesia del Paraíso se resume en las palabras de otro grande como Julio Cortazar: “Contar es dotar de tiempo y espacio a una miserable anécdota, condenarla y someterla a una alta presión espiritual y formal que provoca su apertura”.

En todas las páginas de esta novela, esta presión y esta apertura, están presentes como ventanas por donde se filtran todas las preguntas y pocas, muy pocas respuestas.

Por suerte para el lector.

Porque de eso se trata la vida: el desafío no es dar con todas las respuestas, sino ir en su búsqueda. Como la búsqueda de estos personajes entrañables, frágiles, contradictorios, que desde las primeras líneas del texto nos conmueven con sus esperanzas y sus miserias, con sus sueños y su sed de pertenencia, como la búsqueda de cada uno de nosotros en esta sala, a esta hora, escuchando estas palabras, bajo la convulsión de los astros, que hacen que ahora, casi mágicamente, todos tengamos este aire familiar para poder mirarnos a los ojos y recomendarnos esta novela.

Una novela que el escritor construyó con pasión en medio de un mundo desapasionado por los valores humanos. Una novela para leer, para releer y reflexionar, pues el único paraíso que nos promete el autor es el de la auténtica literatura.

Ya lo dijo alguna vez Mario Vargas Lloza: “¿Cómo reconocer a un buen novelista? No es fácil, nadie nace novelista, el escritor se hace, pero mientras hace su libro,  vive de tal manera la historia que recorre como el derrotero del héroe todo un arco dramático junto a sus personajes, detrás de sus personajes, en sus personajes”.

El escritor de novelas debe ser —dice Vargas Lloza—, el primer lector que se fanatice con aquello que cuenta. Y es la única manera de genera lectores.

Quienes conocemos al escritor y hemos leído sus anteriores trabajos sabemos que ganaremos interés por leer desde la primera frase, pues conoce las coordenadas del oficio con la humildad de un iniciado.

Y en un mundo plagado de vanidades, esto no es poco.   

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                               CESAR MÉLIS - Periodista y Escritor

 

 

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LA IGLESIA DEL PARAÍSO

 

"LA IGLESIA DEL PARAÍSO": PALABRAS DEL AUTOR 

Hace algunos años atrás, los resultados de un sondeo callejero realizado por el centro de Estudios de Opinión Pública (CEOP) revelaban que el 82% creía en Dios, y que, de los que no creían, la gran mayoría adujo la falta de respuestas de las instituciones y la crisis social; una crisis que derivó en una crisis de esperanza.

Este cóctel habría ocasionado que, en los 80 y parte de los 90, mucha gente se volcara a las soluciones sobrenaturales y las religiones alternativas; también llamadas doctrinas, cultos o Refugios Espirituales Subterráneos).

Para hacer más preocupante este fenómeno, debemos sumarle el vacío legal que en aquel momento existía. Hoy día, en nuestro país, se movilizan más de dos millones de personas en torno a estos movimientos religiosos y existen más de mil cultos inscriptos en la Cancillería.

Estos son simplemente datos. Por mi parte conocí lo que era una Secta hace también varios años atrás, cuando estudiaba PS y me tocó realizar un relevamiento sobre grupos religiosos, con el solo fin de presentar una tesis para un Taller de Investigación en la Comunidad. En ese momento, tuve la oportunidad de recorrer más de 20 de estos grupos, salidos de las más diversas religiones. 

La cuestión es que decidí profundizar con uno de ellos; un grupo que, según FAPES (Fundación Argentina para el Estudio de las Sectas), en ese momento estaba calificado como Secta Destructiva.       

De hecho, durante los días que duró la investigación, había sido testigo de cosas insólitas, de situaciones que parecían salidas de la ficción. Había asistido a los programas de manipulación mental, a las técnicas utilizadas para el control de la conducta; había visto gente con una inadecuada atención médica, gente a la que se privaba de su descanso o directamente desnutrida; gente que rezaba durante 16 horas al día o se bañaba con agua helada en pleno invierno para llegar más rápido a Dios, decían. Gente que sufría y, a pesar de todo, se decía feliz.

Me costaba entender todo esto. Necesitaba más respuestas.   

De modo que seguí investigando, me contacté con adeptos arrepentidos, visité bibliotecas, realicé entrevistas, conocí otros movimientos religiosos. Es decir junté todo el material necesario para hacer un libro producto de una investigación. Esa había sido la idea. Después decidí que la investigación no debía ser usada como medio para llegar al lector. Me parecía algo aburrido. Se me ocurría que se podía llegar más fácil a la verdad desde la ficción y, fundamentalmente, entreteniendo, contando una historia cotidiana.      

Por eso, en el libro, más allá de los sucesos que pudieran llegar a ocurrir dentro de una secta o grupo religioso, existe una historia de gente común. Una historia que tiene los ingredientes naturales que caracterizan la condición humana: el amor, el odio, la aventura y todo lo virtuoso u oscuro que subyace en cada uno de nosotros.  

Si me permiten quisiera compartir con ustedes el perfil que suele tener una persona que ha adoptado ese tipo de vida. Para ello voy a extraer un pasaje del relato, en el cual una protagonista, ante la pregunta de por qué se quedaba en la secta cuando tenía la posibilidad de irse, contesta: «No puedo. Mi vida está acá. Me sentiría en desventaja si tuviera que volver a empezar afuera. Además, después de todo este tiempo ya no quiero tener recuerdos del otro mundo».

El otro mundo era la sociedad, nosotros; sus familiares y compañeros de facultad.

Puedo dar fe de que esta joven de veinte años había tenido un pasado infausto. Y sin embargo, en aquella religión había encontrado la comunicación que se le había negado en su ámbito familiar. Al mismo tiempo, había encontrado mecanismos que le presentaban soluciones a sus carencias: uno de esos mecanismos, era la experiencia afectiva intensa que le brindaba el grupo sectario, una especie de masificación, sugestión y espiritualidad, que le servía como defensa ante lo externo.

Ella tenía la necesidad de un guía, de compañía, de alguien que le resolviera sus problemas. No le importaba quizá lo que estaba dando a cambio. Pero ella había perdido la estructura de su personalidad, había dejado de lado su idea de pensamiento individual en favor de una idea colectiva; en suma, estaba bajo un fenómeno de epidemia psíquica. Y parecía feliz. Ella sonreía con el rostro… sin los ojos.

Quizá a lo largo de la obra ustedes puedan descubrir por qué mucha gente en estas condiciones puede encontrar la felicidad. Quizás se les revelarán muchas certezas; las mismas certezas que se me revelaron a mí cuando iba investigando y desarrollando la novela.

 

Sin embargo, la obra no pretende formar una opinión. Simplemente, como cualquier historia, termina hablando de la gente, intenta reflejar lo más posible las sensaciones, conductas y sentimientos de quienes transitaron por esa experiencia o de quienes han adoptado definitivamente esa forma vida. Todo esto con la necesaria cuota de ficción. No está dicha la palabra secta. Esta obra es simplemente el suceder de una historia en la que sólo opinan sus personajes de acuerdo con sus vivencias. Vivencias que obligan a los personajes a tomar decisiones que suelen ser inesperadas hasta para mí.

 

En conclusión, son ustedes, lectores, los que mediante sus diferentes puntos de vista e interpretaciones, descubrirán sus verdades dentro del entramado de mentiras que siempre ofrece la ficción. Así darán significado a esta historia.  Porque la explicitación de lo que el narrador no sabe o no dice, es propiedad exclusiva de aquel que se asome a sus páginas.

 

LA IGLESIA DEL PARAÍSO

 

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ARTÍCULO DEL AUTOR PARA LA REVISTA DEL COLEGIO DE PROCURADORES DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES - ARGENTINA

Sectas: Efectos y Consecuencias

POR VÍCTOR HUGO BALSAS

HACE ALGUNOS AÑOS, LOS RESULTADOS DE UN SONDEO CALLEJERO REALIZADO POR EL CENTRO DE ESTUDIOS DE OPINIÓN PÚBLICA (CEOP) REVELARON QUE EL 82% DE LA GENTE CREÍA EN DIOS. DE LOS QUE NO CREÍAN, LA GRAN MAYORÍA ADUJO LA FALTA DE RESPUESTAS DE LAS INSTITUCIONES Y LA CRISIS SOCIAL O TAMBIÉN LLAMADA CRISIS DE ESPERANZA.

Este cóctel habría ocasionado que, desde los años 80, mucha gente se volcara a las soluciones sobrenaturales y las religiones alternativas, también llamadas doctrinas, cultos o refugios espirituales subterráneos.

En nuestro país se movilizan más de cinco millones de personas en torno a los llamados movimientos religiosos y existen alrededor de 3.000 cultos inscriptos en la Cancillería (datos actualizados al año 2010). Varios de estos grupos son considerados o nombrados como Sectas, aunque ciertos autores ligados especialmente a la Sociología se refieran a ellos como "Nuevos Movimientos Religiosos".

La palabra "Secta" tiene su origen en la raíz latina y significa: "Seguir, marchar detrás de", "Tomar por guía" o, en un sentido más preciso, "Seguir la inspiración de los preceptos de". Sin embargo, la definición más común de la palabra Secta lo da un grupo de personas unidas por un líder y una doctrina no católica.

Es indudable que las actuales condiciones socio económicas, la inseguridad y la crisis por la que atraviesan las principales instituciones favorecen o de alguna manera crean el ambiente apropiado para que el individuo se vea tentado por soluciones mágicas o cuando menos facilistas; las mismas soluciones que, según proclaman, están en condiciones de ofrecer estos grupos.

Desde sus orígenes el hombre necesita creer o aferrarse a algo superior, invoca fortaleza y respuestas divinas en imágenes religiosas y no resulta casual que nombre a Dios y se encomiende a su voluntad, especialmente en situaciones de crisis o cuando no  encuentra respuestas dentro de sí mismo ni la suficiente contención en el contexto donde se halla inmerso.

Las palabras del Licenciado A. Las Heras, Investigador de Sectas, reflejaron claramente esta situación: "Cualquier persona podrá ser captada por una secta si se la aborda en un determinado momento, si no está preparada y vive en estado permanente de desarmonía y  angustia. Esa persona es la mejor víctima, la más vulnerable".

En consecuencia, cabe preguntarse cuándo una religión o movimiento religioso puede convertirse en una secta. ¿Cuáles son los límites? ¿Quién los establece?

El diccionario de la Real Academia Española, define a una Secta de varias formas:

1) "Un conjunto de seguidores de una parcialidad religiosa o ideológica".

2) "Una Doctrina religiosa o ideológica que se diferencia o independiza de la otra".

3) "Un conjunto de creyentes con una doctrina particular o de fieles a un culto que la Iglesia considera falsa".

Desde la psicología se analizan los métodos que se utilizan. En este ámbito es muy común definir la palabra Secta como un movimiento totalitario caracterizado por la adscripción de personas totalmente dependientes de las ideas del líder y de las doctrinas del grupo dirigidas por él mismo.

Más allá de las definiciones es substancial comprender que no importa tanto el origen o los dogmas de estos grupos, sino los métodos que utilizan y la sujeción que puedan llegar e ejercer sobre el individuo, suprimiendo sus libertades individuales y su derecho a la intimidad. Es, en sí mismo, el apartamiento a la legalidad lo que hace que un movimiento deje de ser religioso; es la violación de los derechos más elementales; el abuso físico; el sistema totalitario de premios y castigos; la coerción psicológica para lograr el control de la conducta; los programas de manipulación mental; el bombardeo subliminal continuado. Todas acciones para obtener la total persuasión y un falso sentido de pertenencia que, potenciado con el efecto grupal (o de masificación), harán que el individuo pierda gradualmente su voluntad, su capacidad para razonar y, al cabo, decidir.

De hecho, estos grupos tienen una estructura teocrática y vertical. Poseen formas de funcionamiento mental muy regresivas, con un predominio de lo interior sobre lo exterior.  Detentan como rasgo común el odio al aprendizaje a través de la experiencia, porque el aprendizaje así entendido es una función meramente racional. No se quiere reconocer la experiencia ni la necesidad de aprender, como así tampoco los procesos evolutivos. Se pretenden soluciones en lo inmediato, donde un deseo deja de serlo para convertirse automáticamente en una realización, aunque esa realización constituya meramente un espejismo o bien una especie de sugestión mental.

Una joven de veintitrés años, estudiante universitaria, que hacía poco tiempo había dejado definitivamente su familia para ocupar un espacio de liderazgo en cierto movimiento religioso, decía: «Nunca me iría de acá. Mi vida ya es ésta. Me sentiría en desventaja si tuviera que volver a empezar afuera. Ni siquiera me interesa volver a ver a mis viejos (padres). Después de todo este tiempo ya no quiero tener recuerdos del otro mundo». El otro mundo significaba la sociedad, su familia y compañeros de facultad. Esa joven había descubierto la comunicación que quizá se le venía negando en su ámbito familiar; había encontrado los mecanismos que le presentaban soluciones a sus carencias humanas y su razón de ser en los preceptos de la doctrina que le imponía su líder (mal llamado Padre Espiritual). Uno de esos mecanismos era la experiencia afectiva intensa que le brindaba el grupo sectario, una especie de masificación que le servía como defensa ante los problemas cotidianos. Ella tenía la necesidad de un guía, de compañía, de alguien que le resolviera su incertidumbre existencial. No le importaba quizá lo que estaba dando a cambio (ya había donado todos sus bienes para contribuir a la "Causa de Dios"). Sin embargo, ella había perdido la estructura de su personalidad y su idea de pensamiento individual en favor de una idea colectiva. En suma, se encontraba bajo un fenómeno de epidemia psíquica. Y mientras recitaba la lectura pervertida de la religión cristiana, se decía feliz.

No resulta pues casual que un adepto pueda experimentar momentos de plena felicidad, como así también que pueda sumirse en la más profunda depresión. Si establecemos un punto de comparación un adepto es lo más parecido a un adicto. Así, en el  mundo tan controvertido de las sectas, hay adeptos que se convierten en adictos y adictos que, gracias a un período de purificación espiritual, pasan a ser adeptos.

Cualquier persona, entonces, puede caer en la red de un grupo sectario. Incluso está demostrado que, según el germen doctrinario del movimiento, la captación de adeptos se orienta hacia cualquier clase social. El hecho de concurrir a "escuchar una charla religiosa", participar de "una misa para la purificación del alma", o compartir el ideal imaginario de una comunidad que está en pos de la "salvación eterna y en contacto directo con Dios" (por citar unos pocos argumentos), pueden ser algunos de los más variados anzuelos.

Es necesario trabajar jurídicamente desde la prevención. Es vital fomentar la comunicación familiar, difundir la información desde los ámbitos institucionales y propagar mecanismos que ayuden a comprender la peligrosidad y conflictividad que algunos de estos  grupos representan para la sociedad. Desde los medios de comunicación, se debe apelar a los mecanismos preventivos que posibiliten poner en funcionamiento los recursos con que la sociedad cuenta para tutelar los bienes y salvaguardar las bases morales y valores irrenunciables que hacen a su existencia.

Confiar, dejarse llevar por las promesas de ciertos pronunciamientos o doctrinas que se  dicen religiosas, puede conducir a la separación inexorable de la familia, la destrucción psíquica o, en el mejor de los casos, a la pérdida de los recursos económicos, ya sean estos propios o ajenos.

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VICTOR HUGO BALSAS (Author)

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Language: Spanish

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FRAGMENTOS DE "LA IGLESIA DEL PARAÍSO"

Del Prólogo: 

Carmen supo que ésa no era su fe.

Una horrible certeza la acosó. Arrojó las flores a un cesto y repuso el dinero. Clavó la vista en las veredas rotas y se internó por los suburbios penumbrosos buscando la ruta nacional. Tras sus pasos, el rectángulo blanquecino de farolas que bordeaban la plaza, las inmensas sombras de la fábrica abandonada, todas representaciones de un mundo ajeno, se alejaban. Como su libertad.

La camioneta esperaba en la banquina de la ruta. Y cuando ella vio la camioneta disminuyó su andar, sosteniendo en su corazón la sorda mudez de los abismos. Luego se entretuvo un momento, como si quisiera eternizar los minutos que la acercaban a una ilógica condena.

En sus oídos ya resonaban otras campanadas.

La misma imagen, con diferentes protagonistas, se repetía en otros lugares gestando un advenimiento desconocido y a la vez seductor. Un advenimiento dispuesto para desparramarse como sarpullido espiritual.

Fue eso, apenas una imagen; como si alguien, en el trazo rutilante de la noche más oscura, hubiese dicho: «¡Éste es el momento!», «¡Éste es el lugar!» Naturalmente, en aquel pueblo Algo había llegado para quedarse… Y todo había comenzado de manera imperceptible, así como habían comenzado a marcharse aquellos que jamás volverían a pisar las cenizas del desarraigo.

 

 

De la primera Parte: 

Medianoche, casi.

El tráfico se sucedía sin pausa bajo las luces multicolores de neón. Gastón Juárez inició su caminata dispuesto a mojarse, curiosamente dichoso de sentir el agua en la cara.

Comenzó a recorrer las calles como lo hacía siempre, escarbando el contenido de todas esas caras impersonales que no le decían nada, despreciando aquellos paisajes donde los lisiados y desposeídos se arrinconaban con pocas fuerzas en algún lugar de las veredas sucias, donde la seductora inquietud de la noche contrastaba con la corrosiva desolación de su cuarto.

Trataba de imaginarse iniciando una conversación con cualquiera, a pesar de asegurarse que no resultaría. ¡Qué difícil era aceptar todavía el lugar donde vivía! «¿Por qué ese miedo para dirigirse al otro?», «¿Por qué esa manera chocante de ignorarse?». Vitrinas iluminadas, autos que avanzaban con dificultad, gente que pasaba sin interrupción; pero sobre todo, una infinita desolación. Eso, para él, era la ciudad. Sin dudas, tras cuatro años en la capital, seguía sintiéndose extranjero. Desde siempre lo persiguió la idea de que toda esa gente lo soslayaba con indiferencia y, engaños mediante, no tardó en concebir un rechazo que con el tiempo se le hizo irreversible. Ya había aprendido a desconfiar y tenía una opinión muy incorporada al respecto: «Los porteños son jodidos». Detestaba su existencia urbana y, a pesar de repetirse que la carrera valía la pena, no pasaba un día sin preguntarse si había hecho bien en dejar aquello, aunque en realidad muy pocas cosas lo hubiesen retenido.

 

De la Segunda Parte:

Sueño. Sueño mezclado con imágenes, coro de rezos y recuerdos; sobre todo recuerdos.

Cerca de las cuatro se despertó sobresaltada por el canto de los gallos, refregándose los ojos en medio de un ataque de tos. Buscó casi con desesperación la claridad de la luna ya perdida. La música había cesado. Ahora se había hecho presente el viento y todo era oscuridad. Y, en especial, la oscuridad en ese lugar le resultaba insegura. Tenía su piel muy áspera, una delgada capa de tierra la cubría. Se quedó acostada boca arriba, inmóvil pero atenta, escuchando con desagrado el aullido del viento afuera, agitando los árboles y esparciendo hojas secas; el chiflido de adentro, cuando penetraba a través de los vidrios rotos y arremolinaba polvillo dentro de la habitación. Miró la hora, volvió a cerrar los ojos y se tapó hasta la cabeza, maldiciendo porque todavía faltaba mucho tiempo.

Sin embargo, cuando estaba retomando el sueño, la noche dejó de ser calma. De repente su oído fue atraído por extraños sonidos que le llegaban del otro lado de la pared, detrás de la masa oscura de árboles.

Entonces se paró en la cama, se estiró lo más que pudo, y espió a través de la ventanita.

En un instante pensó que intuía más de lo que veía. Pero algo sucedía en la noche; algo que la obligó a tener los sentidos dispuestos. Más allá, dispersas entre los árboles, las luces se difundían y aproximaban en súbitas ráfagas. En esa dirección comenzaron las voces. Eran voces inanimadas, concentradas en un mismo estribillo. Al principio, una especie de murmullo riguroso; después iban subiendo de nivel y de golpe estallaban como olas, en un solo grito.

Procurando no moverse demasiado, se puso en puntas de pie y asomó lo más que pudo sus ojos por el borde del tragaluz. Por entre los árboles alcanzó a ver las figuras envueltas en albornoces oscuros, cuyas sombras comenzaban a estirarse y achicarse contra la pared del pabellón. Supuso que podía estar presenciando por primera vez una especie de consagración. Fue entonces cuando comenzó a sentir la íntima provocación del miedo a lo desconocido.

Afortunadamente todo había durado poco tiempo. Al cabo, las últimas exclamaciones fueron absorbidas por las paredes del cuarto y las luces se perdieron en la oscuridad.

Temblando entera, volvió a acostarse.

Y así, amedrentada como estaba, ya no pudo conciliar el sueño.

Tan sólo esperó una claridad que nunca alcanzó a llegar. 

 

De la Tercera Parte:

Tras varias jornadas plenas de actividades, Gastón comenzaba a descubrirse cada vez más identificado con los preceptos de la iglesia y apartado de toda cuestión relacionada con la investigación institucional. Una extraña influencia lo estaba obsesionando. Un manojo de sensaciones lo llevaba a creer que su presencia allí era importante y lo forjaba, además, a profundizar gradualmente su atención en las conferencias. Aceptaba las nuevas reglas como algo benéfico y natural, descubriendo con imprevista sorpresa —en la oración, los cantos y la meditación— un nuevo espacio de apoyo. Ahora que tenía oportunidad de vivenciarlo, no le disgustaba la vida en comunidad. En el grupo podía pasar casi desapercibido, estar sin estar. Tan sólo era cuestión de hacer lo que ellos hacían, dejarse llevar hacia donde todos iban sin hacerse demasiadas preguntas.

Cada día era distinto; la excitación por la sorpresa se repetía en cada acto y los conceptos dirigidos con analizada estrategia se incorporaban a él como un compuesto de piezas que poco a poco le provocaban una extraordinaria metamorfosis. Paradójicamente, su pasado, tal como la percepción sobre sí mismo, comenzaban a fragmentarse… poco a poco.

Pero una corrosiva preocupación todavía lo acosaba: Gabriela. No la había vuelto a ver desde aquella tarde y todavía la pasión parecía ser poderosa. Sin ella sentía que una parte de él se había perdido. Para peor, tampoco lograba ubicar a Ernesto, su interlocutor de confianza. Sin embargo su esperanza renació cuando vio que Gonzalo —últimamente inaccesible para él— era el orador de turno. De modo que esperó que finalizara su hora de charla y, en el descanso, antes de que desapareciera tras el escenario, lo llamó agitando la mano con apremio desde la quinta fila de butacas:

—¡Gonzalo, pará!

Gastón se levantó, caminó por el pasillo hacia la plataforma y lo abordó con apuro.

—¡Gonzalo! Por fin te veo —dijo con alivio cuando lo tuvo cerca.

Él no contestó, sólo se limitó a mirarlo impasible.

—Che… escuchame —le pidió, tomándolo del brazo—. Necesito saber dónde está Gabriela.

—No sé, pero me enteré que la declararon PTS —contestó él, desviando la vista.

—¿Y eso qué es?

—“Fuente Potencial de Problemas”.

—¿Supiste lo que pasó?

Su respuesta fue apenas una negativa con la cabeza. Gastón le contó lo sucedido. Y Gonzalo siguió el relato sin inmutarse.

—Te averiguo —se limitó a contestar.

—¿Cómo que te averiguo? ¡Gonzalo! El otro día se la llevaron con un ataque de nervios. ¡Quiero saber dónde está! —insistió, presionándole el brazo.

—No lo tomes a mal, pero yo no puedo hacer nada. No estoy en tu grupo. Tus problemas tenés que plantearlos ante el líder espiritual, el Padre Ernesto.

Gonzalo lo separó con un movimiento lento.

—¿Te olvidaste de que fuimos amigos? —demandó Gastón por lo bajo.

—¡No! ¡No me olvidé! Pero esto funciona así. No es para preocuparse, ¿eh? A lo mejor está medicada y todavía no le dieron el alta.

—¿Acá hay médicos?

—Claro. Tenemos una enfermería.

—¿Dónde queda?

—Por ahí… —señaló hacia el bosque—. Igual no podés ir por tu cuenta.

—Está bien —balbuceó escéptico—. Pero el Padre Ernesto me dijo que se la llevaban al templo a rezar, no que la iban a internar.

—Te repito: no te preocupes, cuando sepa algo te digo, ¿sí? —refrendó Gonzalo volviéndose.

—¡Ah, Gonzalo! Otra cosa…

—¿Sí?

—El otro día, cuando fuimos al bosque con Gabriela, vimos cruces en la tierra.

—Ah. ¿Y qué pasa con eso? —dijo él con naturalidad.

—Bueno, quería saber si en ese lugar hay…

—¿Cuerpos?

—Eso.

—¡Claro!

—Me lo suponía.

—¿Y qué otra cosa puede haber?

—Está bien, ¿pero los enterraron acá adentro? ¿Así nomás?

—Y sí.

Gastón lo miró atónito.  

 


 

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