La historia transcurre en la Isla de
Chipre, disputada geográficamente por Turcos y Griegos. Hacia ese lugar se
traslada una compañía de soldados cumpliendo una misión de paz de la ONU, ante
un clima de creciente tensión bélica. En ese contexto se desarrolla la
historia de Sebastián, integrante de esa Compañía; un personaje marcado por el
dolor y la frustración, quién entabla una emotiva amistad con un niño Turco.
Esa relación lo colmará de afecto y a la vez le ocasionará graves dificultades. Los acontecimientos que se
desarrollarán casi en forma inusitada, motivarán que Sebastián atraviese
situaciones límites, fuera de la esfera normal de la condición humana. ¿Hasta qué punto logrará mantener el
equilibrio? ¿Cuál es el límite que pueda
soportar? Una obra que aborda las relaciones
humanas y reflexiona sobre la vida, el sufrimiento y la muerte.
Una
obra que llega al corazón. Una historia
atrapante, conmovedora y profundamente humana. El lector se internará con
sentimiento y realismo en la piel del personaje, vivenciando la muerte, el amor, la locura… y
por sobre todas las cosas, el flagelo de la guerra.
PRESENTACIÓN
DE LA NOVELA EN EL CAFÉ TORTONI - BS AS - ARGENTINA
“Entre
el Dolor y la Esperanza”
De todos los géneros
literarios, acaso sea la novela el símbolo y la manera de revelar ese gran
misterio que llamamos “vida”. A diferencia del cuento, que es un mero
acontecer, la novela se yergue desde la página en blanco como un continuo
suceder. Suceder que, de la mano del autor y con la complicidad del lector, va
hilando hechos, situaciones, personajes, avances y retrocesos históricos,
imágenes, diálogos, descripciones, necesidad reflexiva y compendio de
fantasmas, de forma tal que logra constituirse en el devenir a punto de ser
plasmado con sangre y tinta. Este aspecto medular de la secuencia, la idea
básica del “cuadro que se va pintando”, dota a la novela de un movimiento
perpetuo. De allí, su semejanza con la vida.
Gabriel García Márquez,
maestro en estas lides, nos ha legado: «Lo
cierto es que el hecho de escribir obedece a una vocación apremiante, pues sólo
el que siente la obligación de escribir logra quitarse sus dolores de cabeza y
su mala digestión». Esta vocación de ninguna manera tiene que ver con la
urgencia típica del cuento. El cuento es un universo cerrado, de trazo
unidireccional e inefable. La novela es un universo abierto, ramificado, de
pinceladas muchas veces contrapuestas o complementarias que sostienen, enriquecen
la anécdota. Anécdota a la que imperiosamente el narrador debe alimentar sin
demoras ni prórrogas, manteniendo en vilo al lector bajo las coordinadas de
tiempo y espacio.
Es cierto: todos
tenemos historias para contar. La forma de hacerlo, el tono o la coloratura
lograda, las hace más o menos interesantes. He aquí el secreto. Pues la buena
novela se instala frente a cada uno de nosotros, los testigos, en estado de
ebullición y es en ese estado donde la historia principal se multiplica
mostrándonos rutas, instantes, pasadizos emotivos, recuerdos. De allí que la
propia memoria sea la mejor aliada ante la estructura novelística y el lenguaje
empleado el mapa revelador que nos permite acceder a una frase, párrafo o
capitulo determinado.
No hay dudas que a la
novela se llega. Por accidente o por pasión, se llega. El momento y el modo de
arribar al umbral del primer capítulo sigue siendo un enigma: hay escritores
que estrenan su pasaporte en el género después de mucho deambular por la
poesía, el ensayo o la dramaturgia. Y hay quienes se inician sin preámbulos, en
los riesgos que acarrea contar una historia de largo aliento y afrontar las
consecuencias. A esta raza pertenece Victor Hugo Balsas. Para él no ha
existido el precalentamiento.: la necesidad de plasmar sus vivencias, de dar
rienda suelta a su abrasiva imaginación, de indagar sobre los lazos sólidos e
invisibles de las relaciones humanas, lo arrojó de lleno al ruedo de las
palabras.
¿Cómo definir el subgénero?
Podríamos decir que las ciento setenta páginas que componen “Entre
el Dolor y la Esperanza”, fluctúan entre el testimonio, la novela de
aventuras y el relato vincular o romántico. El estilo elegido ensaya la poca
frecuentada técnica del diario; pero no a la manera de “El diario de Ana Frank”, “El
diario de Adán y Eva” o el clásico gótico de “Drácula”. Es escritor se ha valido de esta técnica como excusa para
contar, desde la acción y la reflexión, aquello que muchas veces es imposible
desde la mirada del relator omnisciente. El resultado, por cierto eficaz y
emotivo, va más allá de la anécdota de un soldado argentino cumpliendo una misión
de Paz de la ONU. La pluma de Victor Hugo Balsas apunta a los
temas trascendentales del hombre: la vida, el amor, la guerra, la amistad, el
dolor y la muerte.
¿De qué trata o cuenta
la novela? Imposible resumir en dos líneas lo que al autor de ha llevado miles.
Sí es posible inferir que estamos frente a un joven escritor que los
sorprenderá con su frescura, su visión literaria (que no es otra cosa que su
posición frente a la mismísima vida) y su caudal de anécdotas, hijas todas de
su experiencia personal y su peregrinaje por las perversidades de la incertidumbre.
Basta citar un párrafo para tomar dimensión de la prosa de Victor Hugo Balsas y sus “climas”.
“Los dos hombres se
clavaron la mirada por un momento. López parecía estudiarlo con detenimiento.
—No lo puedo creer… Jamás
pensé que uno de mis hombres pudiera…
—¿Matar, señor? ¿A eso
se refiere?
—Bueno, no… ¡Sí! A eso
me refiero.
—Cualquiera de nosotros
puede matar… —hubo un breve silencio hasta que Sebastián completó sus
palabras—. Bajo circunstancias excepcionales o una situación límite, cualquiera
puede matar.
—¿De dónde sacó el
valor para matar a un hombre? —inquirió López.
Sebastián permanecía
sentado, con sus codos apoyados en el escritorio de López, tomándose el rostro
con ambas manos. Tuvo que pensar un breve tiempo para contestar esa pregunta. Su
respuesta brotó espontánea, con un acentuado matiz de desahogo.
—Del miedo…”
La solapa interna del
libro, nos anticipa: “Indudablemente la
obra llegará al corazón del lector, pues además de resultar atrapante, se
constituye en una historia conmovedora y profundamente humana”. A lo que
debería yo agregar: El placer de leer está ligado, sin lugar a dudas, al previo
placer de escribir. Quien se asome a este libro, quien se anime a cruzar la
línea de fuego de “Entre
el Dolor y la Esperanza”, con seguridad lo notará. Narrar es, como
también lo ha dicho Gabriel García Márquez, “El estado humano que más se parece a la levitación”. Quien les
comenta, César Mélis, los invita a este banquete con olor a tinta para que no
se queden afuera de esa gran fiesta que es leer un buen libro que nunca perderá
vigencia.
César Melis - Crítico - Periodista - Escritor
PERSONAJES DE ENTRE EL DOLOR Y LA ESPERANZA
SEBASTIÁN, protagonista de la historia:Un personaje marcado por el dolor, el desarraigo y la frustración. Su
novia abortó el hijo que esperaban. En su pueblo ya no encuentra la forma de
sobrevivir. Entonces viaja a Buenos Aires y se enrola como soldado. Una Misión
de Paz de la ONU es su oportunidad para alejarse de su ingrato acontecer. La
misión parece darle un nuevo sentido a su existencia. Pero la guerra lo pondrá
de cara al mismo abismo y le cambiará definitivamente sus conceptos sobre la
vida y la muerte. Un infortunado niño turco se convertirá en su amigo y
protegido, y a la vez pondrá a prueba su valor, creencias y convicciones.
YEM, el niño turco: Un niño pobre y casi
desamparado, víctima de una guerra que no entiende, pero que padece. Yem intenta
sobrevivir en una desolación geográfica y espiritual, lejos de su país, en un contexto que le es completamente desfavorable.
Su único vínculo es el padre, un inescrupuloso oficial del ejército turco que lo
maltrata. En el soldado argentino, Yem encontrará algo más que una
amistad; encontrará una esperanza, pero también el dolor y la incertidumbre.
El Mayor López, jefe de la Compañía: noble pero severo, de gran carácter. Un Oficial
con experiencia en diferentes misiones, de profundas convicciones y rígida
formación militar. La Compañía está en sus manos. Deberá afrontar dificultades inesperadas en la misión. Las
circunstancias harán que se vincule con Sebastián de una manera muy especial,
porque será él quién lo pondrá en el mayor dilema moral de su vida militar.
El Capitán Palacios, segundo jefe de la Compañía: Con características personales opuestas a las
de López, desempeña un papel muy importante en la toma de decisiones.
Pragmático, inteligente y conciliador, se acerca más a un asesor civil que a un
militar de carrera.
Martínez, Benítez y Pérez: Compañeros de Sebastián en la misión. Cada uno, con sus virtudes,
defectos y avideces, atravesarán junto a él los vaivenes que la misión impone. Compartirán
momentos buenos y de los otros. De los tres, uno lo traicionará; otro se convertirá en su mejor amigo y confidente.
Anabella, la ex novia de Sebastián: No participa activamente en la historia, pero forma
parte de ella en el recuerdo, los estados de ánimo y las decisiones que toma el
personaje. Anabella representa la desdicha, pero también el futuro.
FRAGMENTOS
Capítulo I
El
Boeing 747 LV10 de “Tower Air” estaba
por partir a una isla lejana, casi desconocida para los setenta Cascos Azules
destacados en aquella Misión de Paz de la ONU.
—¡Qué
macana! Pronto no estaré más en mi querido país —pensó en voz alta Sebastián
Juárez.
La
ansiedad le retorcía el estómago; sin embargo, no se podía volver atrás. Se
había estado preparando mucho para esta misión y no era cuestión de acobardarse
justo en este momento. Ya no se descubría como esa especie de héroe que
esperaba, sino como un simple muchacho. De vez en cuando se daba ánimo: «Por
ahí esto se convierte en una linda aventura».
Sonaban
instrumentos de despedida en la tarde lluviosa y fría de julio. Mientras tanto,
la multitud de familiares, conocidos y curiosos se congregaba cerca de las
plataformas para el saludo final. Y entre el grupo de rostros tensos cuyos
gestos ensayaban el mejor semblante para el adiós, el de Sebastián se destacaba
por una engañosa firmeza. Naturalmente, para él no habría despedida; al menos
de gente que lo conociera. No era un hecho casual. Lo sabía. Sus afectos habían
quedado en la Patagonia, en un rincón hostigado por los rigores del clima que
ribetea un sector cordillerano de la provincia de Santa Cruz.
Sebastián
era oriundo de un lugar en el sur llamado El Chaltén, sinónimo de un caserío en
medio de la nada. Allí, años atrás, un volcán chileno infortunadamente cercano
lo había cubierto todo con una espesa capa de ceniza gris y se había llevado
las últimas ovejas, entes sumisos y excluyentes protagonistas de la
subsistencia. Sebastián se había planteado a menudo la decisión que lo llevó a
emigrar buscando nuevos horizontes. ¿Pero qué posibilidades tendría en medio
del aislamiento? Si el éxodo era cada vez mayor. Sin certezas laborales, jaqueado
por la pobreza, no lo pensó mucho. No tenía demasiado que perder. Su madre
había fallecido cuando él tenía tan sólo siete años y de su padre sólo supo
mucho después que había sido alcohólico. Se lo podía imaginar, aunque nunca lo
había visto.
Con
todo, pese a que no lo admitiera, aún existían razones para volver. Allá vivía
la tía Esther, la mujer que lo había criado hasta después de morir su madre. Y
estaba Anabella, la joven de mirada amable, cabello oro y ojos color café. Pero
sobre todo subsistía su pueblo; lo extrañaba como se extrañan las cosas que
alguna vez se tuvieron y se sabe que ya no regresarán. En efecto, la partida le
traía imprevistas añoranzas. Si hasta podía recordar con asombrosos detalles la
casa donde pasó su infancia, las largas siestas y las eternas rondas de mate
con los fortuitos amigos.
Mientras
bebía casi con compromiso una transpirada cerveza en la confitería del
Aeropuerto, trataba de imaginarse cómo sería aquella perdida isla del
Mediterráneo. Sobre todo se preguntaba si los seis meses en el exterior le
cambiarían en algo la vida.
Ya
no podría seguir deseando no estar allí.
Capítulo IV
El
primer domingo en la isla, aprovechando que la Compañía gozaba de franco,
Sebastián se propuso develar el misterio que llevaba atragantado desde el
primer día. Después del almuerzo hizo una corta siesta y se levantó con una
idea fija: tomar aquel camino hacia el norte. El camino prohibido. Por aquellos
lados, decían, se concentraban casi todos los cuarteles turcos. Y los campos
minados.
Sebastián
se marchó vestido con ropa deportiva para pasar como un poblador más y no
levantar sospechas. No había considerado la posibilidad de obtener la necesaria
autorización para desplazarse por esos lados. Lo prohibido despertó en
Sebastián una poderosa atracción que lo llevó a romper las reglas. Tenía la
intención de corroborar él mismo la existencia del “Pueblo Fantasma”. Suponía,
por un vago instinto, que podría hallar una explicación racional de aquella historia
tan fantástica que los niños habían contado.
Pasada
la primera curva, esa que nunca dejaba ver lo que había más allá de la Base, el
asfalto tibio y sinuoso se perdía en el horizonte tras sucesivas líneas de
árboles. Más adelante la ruta se convertía en una calle que conducía a un poblado
pequeño con casas chatas y de aparente vida tranquila. Ninguna rareza; sin
dudas, allí todos estaban vivos. Interrogó a unos granjeros sobre la existencia
del pueblo buscado, pero éstos se encogieron de hombros.
Y
cuando las casas comenzaron a espaciarse hasta desaparecer, Sebastián supo que estaba
traspasando los límites. Por un momento pensó en regresar pero, llevado por la
certeza de su determinación, decidió no resignar su sólido sentimiento de
placer por descubrir lo prohibido.
Ya
en las afueras, atravesó un pasaje de tierra flanqueado por poblaciones de
naranjos que concluía justo donde comenzaba una empinada colina. Sebastián
comenzó a subir y cuando llegó a la cima creyó encontrar algo que no se
comparaba siquiera con la notable fantasía que había venido nutriendo desde el
primer día.
Su
esfuerzo no había sido en vano. Doscientos metros abajo, a lo largo de un
valle, había una veintena de casas dispuestas sin ningún orden, todas en
ruinas. Apenas unas pocas paredes se mantenían de pie. Allí estaba el llamado “Pueblo
Fantasma” que los niños tan bien habían ilustrado en sus relatos.
Sebastián
comenzó a descender, resbalando en el polvo y las piedras sueltas. Una vez
abajo, descansó unos minutos. Luego se acercó a lo que alguna vez había sido un
caserío. La mayoría de las casas estaban hechas de material con techos de
tejas, otras de chapa, pero ninguna estaba entera. Parecía que un animal
gigante hubiese caminado por encima. Sin embargo, tanta destrucción era obra de
los hombres: tramos de vigas retorcidas, techos perforados como coladores,
muros recortados, retazos de hierba chamuscada bajo los esqueletos de los
árboles… Todo, en aquel lugar, era desolación. Y fue precisamente esa
desolación la que guió su curiosidad, de modo que se propuso examinar las
ruinas buscando algún indecible misterio.
En
el espacio rectangular que formaban unas paredes de ladrillos, algo de vivos
colores le llamó la atención. Se acercó, removió los escombros y levantó un
muñeco de trapo casi intacto. El trofeo del día. ¿A quién habría pertenecido?
Sebastián reflexionaba: No existan límites en el martirio infligido a los demás
para obtener una mayor porción de suelo. Aquello era la guerra. Y parecía que los
combates hubiesen ocurrido recién, aunque en verdad había que remontarse unos
cuántos años atrás.
Con
las manos en la cintura y la cabeza gacha, miró hacia la vegetación lozana que
pretendía asomar entre los escombros. Con todo, la vida se empeñaba en no
desaparecer. Sin saber las razones sobre la posesión de aquellas tierras, Sebastián
iba variando sus tendencias. Pero su condición de soldado le hablaba de
neutralidad.
No
quiso profundizar. Dejó el muñeco bajo un árbol y continuó introduciéndose en
cada una de las aberturas para examinarlas por dentro. Cuando llegó al final
del valle, con estupor halló la única construcción con alguna forma que había
quedado en pie. Una especie de galería desde la cual comenzaba un corredor que
conducía a una puerta vaivén, milagrosamente intacta.
Sebastián
se metió por la abertura, atravesó el corredor, abrió la puerta y descubrió, al
final de un gran patio hecho de canto rodado, no menos de cuarenta cruces
alineadas en cuatro filas. Un verde muy vivo las rodeaba. Alzó la vista. Bajo
la oscuridad de los árboles con follaje, en algún momento del día llegaba el
sol y eso explicaba el desarrollo de la hierba. Más allá, tropezó con un
montículo formado por tierra y huesos humanos. Impresionado, avanzó entre las
cruces tratando de conjeturar en vano las inscripciones en griego. No había
nombres y, por más que las dedicatorias variaban, las fechas eran semejantes;
sin dudas todos habían sido sepultados el mismo día. Alguien se había refugiado
allí y, quizá antes de huir, se había ocupado para que así fuese.
Demasiado
mal había en el mundo y ese mal rodaba de la mano de la guerra. Sebastián pensó
que tal vez no estaba preparado para enfrentarlo. Ni siquiera estaba convencido
de que la realidad debía ser como se le iba desnudando. Por más que estuviera vestido
de Casco Azul. No había magia, ni milagros. Las cosas eran concretas;
admirables y acaso simples, como la vida; o pavorosas como esas cruces mezcladas
con huesos humanos junto a la desolación de las ruinas.
Súbitamente,
un crujido como de una rama que estalló a su espalda lo sacó de sus
pensamientos. Permaneció inmóvil para confirmarlo. Otra vez escuchó el crujido.
Volvió sobre sus pasos y miró de un lado a otro. Nadie. Pero algo había detrás
de las cruces; una diminuta sombra se estiraba sobre el pasto desde la
oscuridad de los arbustos. Se fue acercando agazapado y la sombra cobró
movimiento. Los arbustos también se movieron. Sebastián gritó y la sombra se
detuvo.
IMÁGENES DE "ENTRE EL DOLOR Y LA ESPERANZA"
Desde la izquierda: 1. Foto original de la tapa. 2. Recorrida por el "Pueblo Fantasma". 3. Una foto del Pueblo abandonado. 4. En Operaciones.
Copyright: Ninguna parte o
todo el contenido de estos materiales y sus correspondientes textos, podrán ser
reproducidos o trasmitidos a través de ningún medio, ya sea impreso, mecánico o
electrónico, sin expreso consentimiento por escrito del autor y propietario de
los derechos comerciales de estos contenidos.
Todos los textos e ideas
expresadas en el presente documento están bajo el amparo de los derechos de
Copyright, conforme a las leyes internacionales sobre derechos de la propiedad
intelectual.
—¿Es
lindo ser un soldado de la ONU? —preguntó sonriendo Yem.
Sebastián
no esperaba la pregunta, y ni siquiera meditó una respuesta cuando Yem se la
hizo.
—La
verdad, no sé. Por ahora no me está gustando mucho —contestó.
—Mi
papá dice que pronto vamos a ganar la guerra y toda la tierra será nuestra.
—La
guerra no es cosa buena. Dile a tu papá que, antes que la guerra, es mejor
ganar la paz.
El
niño miró a Sebastián perplejo, pero no dijo nada. Después se hizo un largo
silencio.
Así
estuvieron la mayor parte del tiempo hasta la madrugada, compartiendo cosas sin
necesidad de explicarlas, como si cada uno percibiera la historia que la
reserva del otro guardaba. Al cabo, se quedaron dormidos en sus sillas, bajo
los destellos blanquecinos de una enorme luna que las fisuras de las chapas filtraban.
Mientras
tanto, sobre la vieja mesa de madera, las velas, precipitadas por suaves
ráfagas de brisa, ardían intermitentes con los últimos jirones de aliento, como
manifestación furtiva de que ya ninguna cosa acontecía.
Y,
por cierto, nada acontecía en aquella porción desamparada de la isla. Salvo la
noche; la noche eterna que se extendía por encima del barranco hacia el pueblo
abandonado; la noche azulada que bullía en el silencio y resbalaba hacia las
serranías desiertas hasta fundirse en el mar profundo; la noche infinita que
refulgía en el firmamento constelado y reposaba en los latidos de aquellos
corazones halagados de amistad.
Del Capítulo VIII
—Sebastián.
¿Cómo es tu país?
Ante
la mirada deslumbrada del niño, Sebastián le contó cómo era su casa en El
Chaltén; le habló de interminables bosques, de lagos color turquesa y de gigantes
montañas con sus picos nevados.
—¿Me vas a llevar a conocer? —preguntó Yem,
ilusionado.
Se
hizo una pausa. Sebastián no supo qué contestar, pero no quería que ningún
incidente borrara la alegre expresión de Yem.
—Sebastián.
¿Me vas a llevar? Le pediré permiso a mi padre.
—Sí,
sí. Por supuesto... claro que te voy a llevar.
Había
prometido algo que, sabía, era casi imposible de cumplir.
—¿Cuántos
años te quedarás en mi país?
—No
sé.
¿Cómo
decirle que la misión terminaba en unos meses? Omitió la respuesta y siguieron practicando
palabras hasta que a Sebastián se le ocurrió mirar la hora.
—¡Uh! Se me hizo muy tarde. Me tengo que ir.
—No,
no te vayas. Quédate otro rato —imploró Yem.
—No
puedo. Tengo que volver con mi gente.
Sebastián
pensaba despedirse cuando, por entre los listones de madera que hacían las
veces de puerta, se reflejó un resplandor que se antepuso al ruido de un motor.
No hubo tiempo para más. El vehículo se detuvo. Sebastián se disponía a salir justo
cuando el hombre descendía de un veterano Jeep verde oscuro con manchas negras.
Aquel hombre, sin dudas, ya había advertido su presencia.
Alto,
de aspecto recio y con expresión de fina brutalidad, el mayor Necattir lucía de
uniforme. Llevaba una gorra aprisionada bajo el brazo derecho. Una pistola y un
puñal pendían de su correaje. Invadido por la urgencia de interrogar, miró a
Sebastián con gesto sanguinario.